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UNA CARICATURA

La nariz de un hombre constituye uno de sus rasgos m�s prominentes y as�, cuando se hace de �l un retrato, es posible agrandarla de tal modo que los ojos, la boca y todo lo dem�s quedan reducidos a algo insignificante.

El retrato, entonces deja de serlo, y se convierte en una caricatura.

En forma parecida, es posible proclamar ciertas doctrinas importantes del evangelio con tanta intensidad, que las dem�s de ellas quedan relegadas a la sombra, y la predicaci�n ya no es el anuncio del evangelio en su belleza natural, sino una caricatura de la verdad. Y debo confesar que hay algunas personas que parecen ser muy afectas a esta caricatura.

 

�HASTIADO DEL EVANGELIO?

He o�do hablar de una hermosa ni�a que vend�a violetas en la calle. Esta ni�a ten�a que llevar todas las noches a su pobre y miserable choza las violetas que le sobraban. A fuerza de hacer esto, lleg� a decir que odiaba el perfume de esa flor por haberse acostumbrado a �l, "�Qu� extra�o!", exclam� alguien. Sin embargo, eso mismo es lo que dicen algunos de los que oyen el evangelio.

Temo, sobre todas las cosas, que vuestro olfato se acostumbre tanto a la agradable fragancia de la Rosa de Sar�n y del Lirio de los Valles que su aroma os llegue a causar n�useas.

 

EN BUSCA DEL EVANGELIO PURO

Le� en cierta ocasi�n un anuncio que dec�a lo siguiente:

"Si su boticario le dice: �No tenemos jab�n marca Moreno, pero tenemos otro que es tan bueno como el que usted pide�, no lo reciba, pues es mentira. Vaya a otra droguer�a y b�squelo." La iglesia se encuentra ocupada en un negocio y las personas que asistan a los cultos est�n impulsadas por los principios del negocio. La persona que se presenta en la congregaci�n tiene que demandar ante todo la predicaci�n del evangelio, pues el prop�sito que esa persona tiene al presentarse en el lugar es oir el evangelio. Si el evangelio no se le administra en toda su pureza, sino que se le presenta adulterado, esa persona no est� por ning�n motivo obligada a seguir present�ndose en el seno de esa congregaci�n.

 

EL PODER DE LA PALABRA

El se�or Jorge Whitefield estaba predicando una vez en Exeter, Inglaterra. Un hombre, all� presente, llevaba los bolsillos llenos de piedras para arroj�rselas al se�or Whitefield. Sin embargo, oy� con paciencia su oraci�n; pero no bien hab�a anunciado su texto cuando el hombre sac� una piedra y la retuvo en la mano esperando una buena oportunidad para tir�rsela; pero Dios mand� una palabra a su coraz�n y la piedra cay� de su mano. Despu�s del serm�n fue a ver al se�or Whitefield y le dijo: "Se�or, hoy vine a o�rlo con el prop�sito de quebrarle la cabeza, pero el Esp�ritu Santo, por medio de usted, ha quebrantado mi coraz�n". El hombre prob� m�s tarde ser un sincero convertido y vivi� honrando el evangelio.