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La zorra que nunca había visto un león |
Había una zorra que nunca había visto un león.
La puso el destino un día delante de la real fiera. Y como era la primera vez que le veía, sintió un miedo espantoso y se alejó tan rápído como pudo.
Al encontrar al león por segunda vez, aún sintió miedo, pero menos que antes, y lo observó con calma por un rato.
En fin, al verlo por tercera vez, se envalentonó lo suficiente hasta llegar a acercarse a él para entablar conversación.
En la medida que vayas conociendo algo, así le irás perdiendo el temor. Pero mantén siempre la distancia y prudencia adecuada.
Fábula de Esopo
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REMEDIO
PARA EL TEMOR
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En el año 1735 Juan Wesley viajó desde Inglaterra a Colonia de Georgia en las Américas. En medio del Atlántico el buque encontró una tempestad que puso en peligro la vida de los tripulantes y de los pasajeros. Juan Wesley se encerró en su cuarto; pero allí pudo oír el canto de un grupo de moravos que, no teniendo recursos que quedarse en la cubierta y sufrir la furia de la tempestad. Después el señor Wesley preguntó a uno de los moravos cómo ellos y sus niños podían cantar en circunstancias tan terribles. El moravo le contestó con una pregunta: “Señor Wesley, ¿conoce usted a Jesucristo? Para el creyente Jesús echa fuera el temor”.
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LA
CONQUISTA DE ALMAS
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Conocí
a un comerciante cristiano que solía ser visitado por un corredor que le vendía,
en el mostrador, los artículos que llevaba. Este
comerciante tuvo cierto día este soliloquio: “He tratado con este corredor
por espacio de nueve a diez años y apenas ha pasado un día sin que nos veamos.
El me ha traído su mercadería y yo le he pagado su importe; pero nunca
he procurado hacerle algún bien. Este
proceder no es correcto. La
providencia lo ha puesto en mi camino y yo debo, por lo menos, preguntarle si es
salvo por Cristo”.
Ahora
bien, la próxima vez que vino ese corredor, el espíritu de este buen hermano
decayó y no creyó oportuno empezar una conversación religiosa.
El corredor no volvió más: el próximo lote de mercaderías lo llevó
su hijo. --¡Qué pasó! –le dijo el comerciante.
--Papá
ha muerto—le respondió el muchacho.
Ese
comerciante, muy migo mío, me dijo poco después: “Nunca pude perdonarme a mí
mismo. Ese día no pude quedarme en
el negocio; sentí que era responsable de la sangre de aquel hombre.
No había pensado en eso antes. ¿Cómo
puedo librarme de esa culpa cuando pienso que mi necia timidez me cerró la
boca?”.